Mi muy querido hermano:
Ando atribulado estos días por las extrañas ideas que acuden a mi conciencia, y tras muchas vacilaciones he tomado la decisión de escribirte, amparado en la confianza que nos dispensamos mutuamente, para que desde tu privilegiad tribuna de sapiencia procures algo de tranquilidad a mi espíritu.
Como tú sabes mejor que nadie, para mí los libros son… ¿cómo diría?... venerables en el sentido más estricto de la palabra –confío en que precisamente tú entiendas esto como una afirmación enteramente desprovista de la menor sombra de blasfemia- y, por eso mismo, todo lo que los rodea tiene un significado excepcional para mí, de modo que no te costará entender hasta qué punto me martirizan ciertos pensamientos que últimamente me asaltan y ante los que me veo desguarnecido y extraviado.
Querido hermano: ¿tú crees que las puertas de las bibliotecas deben ser abiertas de par en par al vulgo? El hermano aprendiz –que lleva algunos meses conmigo por orden de nuestro Abad- y que sin duda llegó con extrañas ideas desde el otro lado de la frontera- opina que los libros son un regalo de Dios, y que por tanto debemos repartir esa maravillosa dádiva entre todos sus hijos.
Una tarde en que me sorprendió inusualmente hablador le argüí que el pueblo no sabe leer, que qué sentido tendría dejarlos manosear los preciosos volúmenes, los delicados códices de
Querido hermano, tienes que ayudarme a salir de este oscuro laberinto. Yo estoy convencido de que los libros no son en modo alguno un regalo de Dios, sino más bien –y una vez más apelo a tu comprensión y espero sinceramente no estar colocándote en una situación comprometida con mis confesiones- una tentación del Diablo… y que solo provistos de las más poderosas armas de que son capaces la inteligencia, la piedad, la generosidad y –por supuesto- la fe, debe uno enfrentarse a ellos.
Insiste el hermano aprendiz –quizá esté consintiéndolo demasiado- en que todos deberían disfrutar del placer de la lectura. No digo que no tenga que ver con mi edad y con los prejuicios que ello comporta –máxime cuando uno se pasa la vida encerrado entre estas montañas- pero a mí se me hace muy difícil entender cómo puede forzarse a alguien a que sienta placer.
Dicho de otro modo: ¿podría darse el caso, dilecto hermano, de alguien que entendiese perfectamente cualquier libro al que se acercara, alguien que asimilase con rigor y aplicación todo lo que allí encontrara y tuviera motivación suficiente para leer todo aquello que necesitase para convertirse en una autoridad en esta o aquella disciplina –sea ésta la ciencia o la geografía o la historia o la medicina? ¿Podría, hermano, darse ese caso y que la persona en cuestión se declarara sin embarazo alguno como no lectora?
En este lugar de reclusión no se tienen esa clase de oportunidades, pero estoy seguro de que ahí abajo, en la ciudad, habrás encontrado ejemplos suficientemente esclarecedores de esto que te digo: versados sin sabiduría, doctos sin imaginación, titulados sin pálpito en el corazón… la noche, hermano, los libros -no la información; las historias, las palabras creadas, las sombras de los sueños, los temblores de la fantasía- son de la noche… la noche oscura del alma, la noche del obsceno pájaro, la noche de invierno de un viajero, la noche única de la condena… la noche definitiva del informe sobre ciegos…
Escríbeme. Regálame unas palabras de consuelo. ¡Sácame de este pozo sin fondo! Líbrame de la inquietud que me corroe cuando pienso en que esta biblioteca se transformará en Dios sabe qué el día –ya no muy lejano- en que el hermano aprendiz se haga cargo de administrarla.
Tu amantísimo, Malaquías de Hildesheim.
Posdata: Aún no me han llegado los libros que prometiste en tu última carta. Te los recuerdo por si algún azar los hubiese extraviado: La temporada en el infierno de Fray Baudelaire; Bajo el volcán del Abad Malcolm; el libro infernal de Jonas Sufurino, hermano bibliotecario en Broken; y el Necronomicón del infiel –Dios lo perdone- Abdul Alhazred de Sanaa.